miércoles, 9 de septiembre de 2009

Inglorious basterds (Quentin Tarantino, 2009)



"El Führer asistirá a la proyección"


Al respecto de la última edición del festival de Cannes, Carlos F. Heredero escribía que después de una década marcada por el mestizaje entre ficción y documental, el panorama de este año apuntaba un retorno a la ficción. No muy lejos de esa reivindicación de la imposta debían andar las propuestas de -por ejemplo- Almodóvar, von Trier, Tarantino, o el cada vez más inaccesible y personal Alain Resnais. Se hablaba también en el texto de un retorno a paisajes de la memoria (así la memoria descompuesta de Los abrazos rotos o la memoria histórica de El lazo blanco). Y es quizás entre esas dos que nos encontramos con la última, inmensa propuesta de Tarantino: un filme que camina entre la reivindicación del espíritu macarra que tanto le gusta y la confusión de la memoria escrita con una memoria propia que nos lleva directamente a la materia que él conoce mejor: el cine.





Tras uno de los comienzos más abrumadores que se hayan visto en una película del americano (y ya hemos visto unos pocos), se nos mete de lleno en una historia de historias, una mentira de mentiras en que todo gira alrededor de un punto pero nunca sabemos cuál. Gracias en parte a un reparto inmenso de principio a final (el enorme Christoph Waltz pero también Mélanie Laurent o el mismo Brad Pitt bigote en ristre).




Podríamos decir que Inglorious Bastards es una suerte de 8 ½ Tarantino: al mismo tiempo una mina de sus tradicionales guiños y una reflexión sobre su creación. Pero la cosa no podía ser tan simple: dentro de una historia que se sostiene por sí sola sin ningún tipo de veracidad, colocando siempre al espectador en lugares que parecen no cuadrar, dispone un juego ficciones que se buscan sin encontrarse y se destrozan a base de caricaturas, vueltas de tuerca y unos diálogos que (aunque parezca imposible) se superan película a película.




La reflexión cinematográfica se hace explícita cuando la historia entera se vuelca en una sala de cine que será el lugar donde se crucen todas las farsas del filme y donde tendrá lugar la proyección de una película de propaganda nazi (con el notabilísimo Daniel Brühl como protagonista) que nos lleva directamente a ese uso del cine como creador de falsas verdades; y, como contrapartida, tenemos el cine como fuego purificador en una de las escenas más bestias y placenteras para el espectador que Tarantino haya filmado. Al fin y al cabo juega a ser director de películas nazis, a reescribir una verdad ideal en que él mismo es juez y parte y a matarse a sí mismo en todos y cada uno de los personajes que mueren, en la que es una apología absoluta de la imposta y el orgasmo fílmico.




Como el niño travieso o el macarra que es, se sirve de un juego de idiomas en los diálogos y una acción chocante para otorgar a esta falsa película histórica el sentido casi místico de sus anteriores cintas. La cámara se mueve siempre con un tacto difícil de encontrar en el cine de hoy, aunque más tranquila y sin caer en los órdagos visuales a que nos tiene acostumbrados. También el uso de la música parece haber evolucionado hacia una simplicidad siempre sorprendente. Siempre más maduro, siempre más complejo, su avance desde Reservoir dogs parece especialmente coherente después de esta película.




Es difícil hablar de una película como ésta -tan enrevesada y al mismo tiempo tan compacta- evitando desvelar detalles del guión, pero digamos que, en definitiva, Inglorious basterds es un juego macabro e impecablemente filmado que nos muestra a un Tarantino cada vez más suyo pero al mismo tiempo más calmado, capaz de reírse de su propio cine al mismo tiempo que lo reivindica; es su película menos neurálgica pero probablemente la mejor encajada; y es también una de las reflexiones más interesantes y complejas de los últimos años sobre la ficción del cine como lugar en que todo es posible.




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disparen a bocajarro