“Tengo que salir de aquí.”
Lejos de una revisitación o trastrocamiento de la realidad, Guy Maddin busca el punto en que un sueño saturado puede ser su mejor reflejo. Un sueño que evoca los de una sociedad que ha perdido la memoria en post de un supuesto avance que, sin el apoyo del pasado, es una rueda sin salida.
Mezclando imágenes de archivo, marionetas y falsas recreaciones, Maddin desarrolla un puzzle por acumulación que lleva desde imágenes de un cine primigenio hasta el mestizaje de documental y ficción que tanto ha marcado la última época. En una primera lectura, My Winnipeg parece recordarnos que, al fin y al cabo, esa docuficción que parece estar (o haber estado) tan en boga, se remonta a los primeros cines.
El guía será él mismo, hablándonos en voz en off desde el dormitar de un tren que atraviesa Winnipeg. Un tren con el que parece querer escapar de la ciudad pero que la película nos muestra en sentido inverso: introduciéndose en sus monumentos y sus mitos. Allí donde la memoria desaparece, nos dice Maddin, las huídas son imposibles, porque los laberintos de la mente se quedan sin puertas. Leyendas urbanas de una ciudad de calles secundarias, gente que se sobreentiende en el aislamiento absoluto, días de gloria de un lugar de sonámbulos, suicidas que día tras día encuentran un sentido para vivir: las contradicciones son incontables, desprendidas de las leyes arbitrarias que parecen regir el recuerdo, pero todas se reducen a un afán por mostrarnos que detrás del absurdo del pasado se esconde el absurdo todavía mayor de demolerlo. Lo mítico sólo existen en el pasado; el presente está estancado.
Winnipeg avanza en una amnesia transitada por carriles (o venas) que no saben escapar de ella. Lo que antaño fueran promesas, es lo único real que puede encontrarse entre tanto fotograma en blanco y negro: demoliciones. Inserciones de color que nos muestran el lugar donde termina el pasado. Y eso es lo que hace de Winnipeg una urbe universal, trasladable a cualquier otra: las demoliciones de un pasado que se vuelve incomprensible. Del mismo modo que ese puente diseñado para el calor de Egipto y finalmente llevado a una de las ciudades más fría del mundo, o del mismo modo que esos caballos que huyen despavoridos del fuego y acaban congelados, la sociedad ha evolucionado hacia el calor y la comodidad con una velocidad de vértigo, procurando olvidar, para acabar sin darse cuenta en un lugar de hielo, en un mundo sonámbulo y lleno de escombros.
La excusa de la vuelta a la infancia da pie a la recreación de otra visión transformada: la de la memoria personal que también se rige por símbolos. Esta representación se centra inevitablemente en la figura maternal que nos evoca la otra de la ciudad a través de las imágenes del cruce de ríos. Y cuando ambas, memoria histórica y memoria personal se cruzan, dialogan en el absurdo, nos damos cuenta de que es imposible separarlas. Cambiando una, la otra queda inevitablemente condenada a cambiar, y es un círculo vicioso que no tiene otra conclusión posible que la de que, después de todo, esa memoria nos pertenece.
De este modo Maddin, revisitador de viejos mitos y creador de otros, encuentra en My Winnipeg una suerte de poética. A través de un montaje desequilibrado y directo, fluctúa entre épocas e historias, evoca y propone en voz alta ideas repetitivas y a veces inconexas como lo son sus imágenes. Es un riesgo que necesita correr, el de evocar a través de distensiones y saltos un lugar personal e intransferible, pero también hacer explícita esa imposibilidad.
Cuando al final del filme se nos habla de su difunto hermano, aparece la inevitable pregunta que desemboca del sonambulismo y el estancamiento y la pérdida: al fin y al cabo, ¿quién está muerto? Dando a la ciudad el valor de un cementerio, niega a sus habitantes una razón para buscar un posible futuro. De nuevo ese avance que nos ha dejado sin mitos, estancados en un presente eterno porque no tenemos de qué huir. Cada edificio derruido es equiparable a una victoria de ese frío que se hace con los habitantes de Winnipeg.
“Home””My Winnipeg”; intentando huir, Maddin se da cuenta de cuánto necesita esa ciudad por los sueños que ha escondido en ella. Sabe que está condenado a no alcanzarlos, pero al fin y al cabo son los sueños que han conformado su vida. Es un mensaje triste: el hombre está encerrado en una cárcel de recuerdos que no ha elegido, e intentar olvidarlos es como morir. Incluso la posibilidad de redención o cambio que se nos apunta hacia el final en forma de símbolo femenino, se encuentra en un punto inaccesible del pasado. Como flashes, las imágenes míticas nunca van a encontrar la tranquilidad de continuarse en el presente.
Mezclando imágenes de archivo, marionetas y falsas recreaciones, Maddin desarrolla un puzzle por acumulación que lleva desde imágenes de un cine primigenio hasta el mestizaje de documental y ficción que tanto ha marcado la última época. En una primera lectura, My Winnipeg parece recordarnos que, al fin y al cabo, esa docuficción que parece estar (o haber estado) tan en boga, se remonta a los primeros cines.
El guía será él mismo, hablándonos en voz en off desde el dormitar de un tren que atraviesa Winnipeg. Un tren con el que parece querer escapar de la ciudad pero que la película nos muestra en sentido inverso: introduciéndose en sus monumentos y sus mitos. Allí donde la memoria desaparece, nos dice Maddin, las huídas son imposibles, porque los laberintos de la mente se quedan sin puertas. Leyendas urbanas de una ciudad de calles secundarias, gente que se sobreentiende en el aislamiento absoluto, días de gloria de un lugar de sonámbulos, suicidas que día tras día encuentran un sentido para vivir: las contradicciones son incontables, desprendidas de las leyes arbitrarias que parecen regir el recuerdo, pero todas se reducen a un afán por mostrarnos que detrás del absurdo del pasado se esconde el absurdo todavía mayor de demolerlo. Lo mítico sólo existen en el pasado; el presente está estancado.
Winnipeg avanza en una amnesia transitada por carriles (o venas) que no saben escapar de ella. Lo que antaño fueran promesas, es lo único real que puede encontrarse entre tanto fotograma en blanco y negro: demoliciones. Inserciones de color que nos muestran el lugar donde termina el pasado. Y eso es lo que hace de Winnipeg una urbe universal, trasladable a cualquier otra: las demoliciones de un pasado que se vuelve incomprensible. Del mismo modo que ese puente diseñado para el calor de Egipto y finalmente llevado a una de las ciudades más fría del mundo, o del mismo modo que esos caballos que huyen despavoridos del fuego y acaban congelados, la sociedad ha evolucionado hacia el calor y la comodidad con una velocidad de vértigo, procurando olvidar, para acabar sin darse cuenta en un lugar de hielo, en un mundo sonámbulo y lleno de escombros.
La excusa de la vuelta a la infancia da pie a la recreación de otra visión transformada: la de la memoria personal que también se rige por símbolos. Esta representación se centra inevitablemente en la figura maternal que nos evoca la otra de la ciudad a través de las imágenes del cruce de ríos. Y cuando ambas, memoria histórica y memoria personal se cruzan, dialogan en el absurdo, nos damos cuenta de que es imposible separarlas. Cambiando una, la otra queda inevitablemente condenada a cambiar, y es un círculo vicioso que no tiene otra conclusión posible que la de que, después de todo, esa memoria nos pertenece.
De este modo Maddin, revisitador de viejos mitos y creador de otros, encuentra en My Winnipeg una suerte de poética. A través de un montaje desequilibrado y directo, fluctúa entre épocas e historias, evoca y propone en voz alta ideas repetitivas y a veces inconexas como lo son sus imágenes. Es un riesgo que necesita correr, el de evocar a través de distensiones y saltos un lugar personal e intransferible, pero también hacer explícita esa imposibilidad.
Cuando al final del filme se nos habla de su difunto hermano, aparece la inevitable pregunta que desemboca del sonambulismo y el estancamiento y la pérdida: al fin y al cabo, ¿quién está muerto? Dando a la ciudad el valor de un cementerio, niega a sus habitantes una razón para buscar un posible futuro. De nuevo ese avance que nos ha dejado sin mitos, estancados en un presente eterno porque no tenemos de qué huir. Cada edificio derruido es equiparable a una victoria de ese frío que se hace con los habitantes de Winnipeg.
“Home””My Winnipeg”; intentando huir, Maddin se da cuenta de cuánto necesita esa ciudad por los sueños que ha escondido en ella. Sabe que está condenado a no alcanzarlos, pero al fin y al cabo son los sueños que han conformado su vida. Es un mensaje triste: el hombre está encerrado en una cárcel de recuerdos que no ha elegido, e intentar olvidarlos es como morir. Incluso la posibilidad de redención o cambio que se nos apunta hacia el final en forma de símbolo femenino, se encuentra en un punto inaccesible del pasado. Como flashes, las imágenes míticas nunca van a encontrar la tranquilidad de continuarse en el presente.
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