Una vez les di a mis hijas, por separado, dos caracolas
extraídas del arrecife, o vendidas en la playa, no me acuerdo.
Las usan como topes de puerta o reposalibros, pero sus paladares,
húmedos y rosados, son el canto insonoro de ángeles.
Una vez escribí un poema llamado «El Cementerio Amarillo»
cuando tenía diecinueve. La edad de Lizzie. Tengo cincuenta y tres.
Esos poemas que he alzado no se vinculan a traducción alguna
como si fueran hitos musgosos; cada uno baja como una piedra
al fondo del mar, asentándose, pero déjalos yacer, con suerte,
donde las piedras están profundas, en la memoria marina.
Déjalos estar, en agua, como mi padre, que hacía acuarelas
se adentraba en su trabajo. Llegó a ser una de sus sombras,
dubitante y difícil de ver bajo la luz solar del verano.
Se llamaba Warwick Walcott. A veces creo
que su padre, por amor o bendición amarga
lo llamó así en honor de Warwickshire. Las ironías
se mueven. Ahora, cuando reescribo un verso,
o esbozo en el papel que se seca rápido las frondas de cocos
que él hizo tan tenuemente, las manos de mi hija se mueven en las mías.
Las caracolas se mueven por el fondo marino. Acostumbraba a mudar
la tumba de mi padre de las ennegrecidas lápidas anglicanas
en Castries adonde pudiera amar a los dos a la vez-
el mar y su ausencia. La juventud es más fuerte que la ficción.
(Traducido por Vicente Araguas)
sábado, 31 de octubre de 2009
viernes, 23 de octubre de 2009
My Winnipeg (Guy Maddin, 2007)
“Tengo que salir de aquí.”
Lejos de una revisitación o trastrocamiento de la realidad, Guy Maddin busca el punto en que un sueño saturado puede ser su mejor reflejo. Un sueño que evoca los de una sociedad que ha perdido la memoria en post de un supuesto avance que, sin el apoyo del pasado, es una rueda sin salida.
Mezclando imágenes de archivo, marionetas y falsas recreaciones, Maddin desarrolla un puzzle por acumulación que lleva desde imágenes de un cine primigenio hasta el mestizaje de documental y ficción que tanto ha marcado la última época. En una primera lectura, My Winnipeg parece recordarnos que, al fin y al cabo, esa docuficción que parece estar (o haber estado) tan en boga, se remonta a los primeros cines.
El guía será él mismo, hablándonos en voz en off desde el dormitar de un tren que atraviesa Winnipeg. Un tren con el que parece querer escapar de la ciudad pero que la película nos muestra en sentido inverso: introduciéndose en sus monumentos y sus mitos. Allí donde la memoria desaparece, nos dice Maddin, las huídas son imposibles, porque los laberintos de la mente se quedan sin puertas. Leyendas urbanas de una ciudad de calles secundarias, gente que se sobreentiende en el aislamiento absoluto, días de gloria de un lugar de sonámbulos, suicidas que día tras día encuentran un sentido para vivir: las contradicciones son incontables, desprendidas de las leyes arbitrarias que parecen regir el recuerdo, pero todas se reducen a un afán por mostrarnos que detrás del absurdo del pasado se esconde el absurdo todavía mayor de demolerlo. Lo mítico sólo existen en el pasado; el presente está estancado.
Winnipeg avanza en una amnesia transitada por carriles (o venas) que no saben escapar de ella. Lo que antaño fueran promesas, es lo único real que puede encontrarse entre tanto fotograma en blanco y negro: demoliciones. Inserciones de color que nos muestran el lugar donde termina el pasado. Y eso es lo que hace de Winnipeg una urbe universal, trasladable a cualquier otra: las demoliciones de un pasado que se vuelve incomprensible. Del mismo modo que ese puente diseñado para el calor de Egipto y finalmente llevado a una de las ciudades más fría del mundo, o del mismo modo que esos caballos que huyen despavoridos del fuego y acaban congelados, la sociedad ha evolucionado hacia el calor y la comodidad con una velocidad de vértigo, procurando olvidar, para acabar sin darse cuenta en un lugar de hielo, en un mundo sonámbulo y lleno de escombros.
La excusa de la vuelta a la infancia da pie a la recreación de otra visión transformada: la de la memoria personal que también se rige por símbolos. Esta representación se centra inevitablemente en la figura maternal que nos evoca la otra de la ciudad a través de las imágenes del cruce de ríos. Y cuando ambas, memoria histórica y memoria personal se cruzan, dialogan en el absurdo, nos damos cuenta de que es imposible separarlas. Cambiando una, la otra queda inevitablemente condenada a cambiar, y es un círculo vicioso que no tiene otra conclusión posible que la de que, después de todo, esa memoria nos pertenece.
De este modo Maddin, revisitador de viejos mitos y creador de otros, encuentra en My Winnipeg una suerte de poética. A través de un montaje desequilibrado y directo, fluctúa entre épocas e historias, evoca y propone en voz alta ideas repetitivas y a veces inconexas como lo son sus imágenes. Es un riesgo que necesita correr, el de evocar a través de distensiones y saltos un lugar personal e intransferible, pero también hacer explícita esa imposibilidad.
Cuando al final del filme se nos habla de su difunto hermano, aparece la inevitable pregunta que desemboca del sonambulismo y el estancamiento y la pérdida: al fin y al cabo, ¿quién está muerto? Dando a la ciudad el valor de un cementerio, niega a sus habitantes una razón para buscar un posible futuro. De nuevo ese avance que nos ha dejado sin mitos, estancados en un presente eterno porque no tenemos de qué huir. Cada edificio derruido es equiparable a una victoria de ese frío que se hace con los habitantes de Winnipeg.
“Home””My Winnipeg”; intentando huir, Maddin se da cuenta de cuánto necesita esa ciudad por los sueños que ha escondido en ella. Sabe que está condenado a no alcanzarlos, pero al fin y al cabo son los sueños que han conformado su vida. Es un mensaje triste: el hombre está encerrado en una cárcel de recuerdos que no ha elegido, e intentar olvidarlos es como morir. Incluso la posibilidad de redención o cambio que se nos apunta hacia el final en forma de símbolo femenino, se encuentra en un punto inaccesible del pasado. Como flashes, las imágenes míticas nunca van a encontrar la tranquilidad de continuarse en el presente.
Mezclando imágenes de archivo, marionetas y falsas recreaciones, Maddin desarrolla un puzzle por acumulación que lleva desde imágenes de un cine primigenio hasta el mestizaje de documental y ficción que tanto ha marcado la última época. En una primera lectura, My Winnipeg parece recordarnos que, al fin y al cabo, esa docuficción que parece estar (o haber estado) tan en boga, se remonta a los primeros cines.
El guía será él mismo, hablándonos en voz en off desde el dormitar de un tren que atraviesa Winnipeg. Un tren con el que parece querer escapar de la ciudad pero que la película nos muestra en sentido inverso: introduciéndose en sus monumentos y sus mitos. Allí donde la memoria desaparece, nos dice Maddin, las huídas son imposibles, porque los laberintos de la mente se quedan sin puertas. Leyendas urbanas de una ciudad de calles secundarias, gente que se sobreentiende en el aislamiento absoluto, días de gloria de un lugar de sonámbulos, suicidas que día tras día encuentran un sentido para vivir: las contradicciones son incontables, desprendidas de las leyes arbitrarias que parecen regir el recuerdo, pero todas se reducen a un afán por mostrarnos que detrás del absurdo del pasado se esconde el absurdo todavía mayor de demolerlo. Lo mítico sólo existen en el pasado; el presente está estancado.
Winnipeg avanza en una amnesia transitada por carriles (o venas) que no saben escapar de ella. Lo que antaño fueran promesas, es lo único real que puede encontrarse entre tanto fotograma en blanco y negro: demoliciones. Inserciones de color que nos muestran el lugar donde termina el pasado. Y eso es lo que hace de Winnipeg una urbe universal, trasladable a cualquier otra: las demoliciones de un pasado que se vuelve incomprensible. Del mismo modo que ese puente diseñado para el calor de Egipto y finalmente llevado a una de las ciudades más fría del mundo, o del mismo modo que esos caballos que huyen despavoridos del fuego y acaban congelados, la sociedad ha evolucionado hacia el calor y la comodidad con una velocidad de vértigo, procurando olvidar, para acabar sin darse cuenta en un lugar de hielo, en un mundo sonámbulo y lleno de escombros.
La excusa de la vuelta a la infancia da pie a la recreación de otra visión transformada: la de la memoria personal que también se rige por símbolos. Esta representación se centra inevitablemente en la figura maternal que nos evoca la otra de la ciudad a través de las imágenes del cruce de ríos. Y cuando ambas, memoria histórica y memoria personal se cruzan, dialogan en el absurdo, nos damos cuenta de que es imposible separarlas. Cambiando una, la otra queda inevitablemente condenada a cambiar, y es un círculo vicioso que no tiene otra conclusión posible que la de que, después de todo, esa memoria nos pertenece.
De este modo Maddin, revisitador de viejos mitos y creador de otros, encuentra en My Winnipeg una suerte de poética. A través de un montaje desequilibrado y directo, fluctúa entre épocas e historias, evoca y propone en voz alta ideas repetitivas y a veces inconexas como lo son sus imágenes. Es un riesgo que necesita correr, el de evocar a través de distensiones y saltos un lugar personal e intransferible, pero también hacer explícita esa imposibilidad.
Cuando al final del filme se nos habla de su difunto hermano, aparece la inevitable pregunta que desemboca del sonambulismo y el estancamiento y la pérdida: al fin y al cabo, ¿quién está muerto? Dando a la ciudad el valor de un cementerio, niega a sus habitantes una razón para buscar un posible futuro. De nuevo ese avance que nos ha dejado sin mitos, estancados en un presente eterno porque no tenemos de qué huir. Cada edificio derruido es equiparable a una victoria de ese frío que se hace con los habitantes de Winnipeg.
“Home””My Winnipeg”; intentando huir, Maddin se da cuenta de cuánto necesita esa ciudad por los sueños que ha escondido en ella. Sabe que está condenado a no alcanzarlos, pero al fin y al cabo son los sueños que han conformado su vida. Es un mensaje triste: el hombre está encerrado en una cárcel de recuerdos que no ha elegido, e intentar olvidarlos es como morir. Incluso la posibilidad de redención o cambio que se nos apunta hacia el final en forma de símbolo femenino, se encuentra en un punto inaccesible del pasado. Como flashes, las imágenes míticas nunca van a encontrar la tranquilidad de continuarse en el presente.
autopsias y cianuro
guy maddin,
super8 vampírico
miércoles, 21 de octubre de 2009
Persiguiendo a Sylvie por las ciudades
La boulangère de Monceau (Rhomer, 1962)
En la ciudad de Sylvia (Guerín, 2007)
Solución: La diferencia es que antes el encuentro era posible.
En la ciudad de Sylvia (Guerín, 2007)
Solución: La diferencia es que antes el encuentro era posible.
autopsias y cianuro
Guerín,
Rohmer,
super8 vampírico
lunes, 19 de octubre de 2009
JENNA JAMESON
Jenna Jameson se operaba los pechos una vez a la semana. Jenna Jameson no fue niña ni adolescente. Se inició en la industria pornográfica a la edad de cinco años cuando su madre le dijo Oh, Jenna, querida, pincha aquí, y le acercó las aceitunas.
Un día llegó de la escuela saltando. Tenía las manos en los bolsillos y silbaba una canción de Michael Jackson. Abrió la puerta de su casa y entró en el salón. Allí tuvo una visión tenebrosa. Su padre tenía los pantalones bajados y expulsaba un líquido contra el televisor.
¡Papá!, gritó Jenna tapándose los ojos. Su padre se giró, se subió los pantalones y le dijo que así eran las cosas en el mundo de la poesía. Porque su padre era poeta, se llamaba Dylan Thomas.
En el televisor había una señora desnuda. Papá apagó la tele y se abrochó el cinturón. ¿Qué estabas haciendo?, le preguntó Jenna con un calcetín de cada color.
Pues miraba la tele, dijo papá.
Y qué era ese líquido que salía de tu pito, dijo Jenna.
Oh, eso, dijo padre alegremente, eso era un orgasmo. Danzan que danzan sin fin los esqueletos de Saladín.
Jenna se sentó en la mesa del salón y se puso a escribir frases copulativas. Papá se sentó junto a ella.
Jenna, le dijo.
Qué.
¿Sabes cuál es la cosa más bonita que puede ocurrir?
No, papá, tengo que hacer deberes. Jenna, escúchame, esto que te diré marcará tu vida.
Jenna dejó el lápiz y se giró. Entonces ya era rubia y tenía los labios operados. Nada más nacer su madre consideró que era muy fea y la envió al departamento de cirugía estética para que le hicieran una cara nueva.
Su padre, como era poeta, se puso la mano en la barbilla.
¿Cuál es la cosa más bonita que puede ocurrir?, preguntó Jenna. Papá se hacía el interesante y no decía nada. Venga papá, ¡dímelo!
Oh, dijo papá, como despertando de una ensoñación. Había una vez un escritor, Jenna, que se llamaba Henry Miller. ¿Sabes cómo murió?
No.
Pues murió mientras tenía un orgasmo, dijo papá.
¿Y qué es un orgasmo?, dijo Jenna (apareció en su cabeza la imagen del flujo saltando contra el televisor).
Papá sonrió bonachonamente. Pues es como si te comieras diez chupa chups a la vez. Es como si lloviera dentro de tu cuerpo o como si sonara una canción en tu pecho.
Claro que Jenna no entendía esas metáforas. Aún.
¿Y qué es lo más bonito que puede ocurrir? Venga, ¡dímelo!
Papá encendió una pipa y se rascó los ojos. Lo más bonito que puede ocurrir es morir en medio de un orgasmo, le dijo, y se fue a escribir poemas y a ganar premios literarios por Estados Unidos. Pero Estados Unidos no era un país libre. Los pozos petrolíferos se agotaban por las tardes y las hamburguesas empezaban a no saber a nada.
Jenna empezó a investigar por las noches. Se tocaba y buscaba el grial del orgasmo. Pero no sentía nada. Lo intentaba en las cenas familiares bajo la mesa (y se ponía toda roja) y en los autobuses públicos. Pero no sentía nada.
Se entregó a chicos y chicas de su edad. Luego lo probó con ejecutivos y porteros de discoteca. Pero la búsqueda era en vano. Se quedaba desnuda después del sexo en la cama o entre los arbustos y se preguntaba por qué Dios la castigaba así. Las nubes en primavera tienen forma de falos y por las noches en el desierto de Nevada los lobos aullaban de felicidad. Jenna no sentía nada y en la habitación de al lado su padre tenía orgasmos todas las noches junto a las cenizas de su madre. Oh, Jenna, pequeña afrodita, eras tan bella. Pero de nada sirve ser tan bello si eres calvo. No sentía placer. Si la acariciaban se rascaba las manos y si la besaban abría los ojos y miraba a lo lejos.
Papá, le dijo un día entrando en su habitación. Su padre se subió los pantalones y le dijo: qué.
No siento nada, dijo Jenna. No puede ser eso, dijo papá. Es así, dijo Jenna. Entonces papá se acercó y le dijo, si no sientes nada es porque no te hacen sentir lo suficiente. Se lo dijo al oído, como un secreto, y entonces Jenna ya era adolescente y fermosa, firme estatura de músculos y pieles lisas. No me hacen sentir lo suficiente, pensó. Papá siempre tiene razón, pensó, es un poeta, los poetas siempre tienen razón. (ja ja)
Así que salió de casa y caminó por calles sin acera y entró en el único lugar donde podían hacerla sentir de verdad. Se sentó en una silla y un ejecutivo la miró.
Quiero ser Pornstar*, le dijo al ejecutivo y el señor sacó un contrato del cajón y le dijo que pasara al set. Allí le esperaba un hombre con un pito de veinte centímetros de largo, desnudo. El director de la película le dijo: arrójate sobre él. Y Jenna se arrojó sobre el actor poderoso. Hicieron el amor salvajemente. Pero no fue suficiente.
Pero papá dijo una vez: ¡SI NO SIENTES NADA ES PORQUE NO ES SUFICIENTE!
Así que e hizo fotos en playboy, se dejó encular, se dejó follar por cinco tipos a la vez, fue a las fiestas en bikini, se arrojaba Champán sobre el cuerpo, lloraba por las noches, comía esperma, incendiaba los pelos de su coño. Pero ni siquiera entonces sentía nada.
Su padre mientras tanto había muerto en un prostíbulo en medio de un orgasmo. El funeral fue pagano.
Y un día, después de quince mil películas baratas de sexo volvió a recordar las palabras de su padre: La cosa más bonita que puede ocurrir es que te mueras en medio de un orgasmo, dijo su padre.
Entonces dejó de buscar los orgasmos y fue a por la muerte. La última posibilidad de sentir por fin el placer.
Entraba en los estudios de cine y saltaba sobre la cama y gritaba y gemía como una loca, se estremecía violentamente, arañaba, destruía pitos y flautas, agujereaba las sábanas. Y te daban premios por tus ansias de muerte.
Y en los televisores del mundo los niños eyaculaban mirándola, y los padres y los abuelos y las chicas lesbianas. Se llenaban las pantallas de plasma de borrosas manchas.
Hasta YO, en mi casa, me quedaba por las noches en el sofá viéndote. Rebobinaba tus cintas y no respondía a las llamadas. Dejé de ir a las discotecas. Visualizaba tus películas una por una, enculada, chupando, sobre o debajo de alguien y me parecías hermosa y estábamos todos locos por ti Jenna. Y me fijaba en tu cara en medio de la penetración. Tus labios hinchados, hechos para besar. Esa cara que sólo buscaba la muerte, desgarrada, atronadora, bestial. Que fingía para dejar de fingir. Oh, mi pequeña Ofelia suicida. El mundo es más mundo cuando tus pechos botan.
Y Henry Miller buscaba el orgasmo cuando un día lo encontró la muerte. Y esa es la diferencia. Porque tú, Jenna, sólo estarás buscando la muerte cuando por fin te encuentre el orgasmo. Eres la mártir de la humanidad. Adorar a Henry Miller o adorarte a ti es la misma cosa.
Pero sólo uno de los dos será recordado. Porque, sabes, Jenna, lo que se recuerda siempre es lo que está hecho de silicona.
Un día llegó de la escuela saltando. Tenía las manos en los bolsillos y silbaba una canción de Michael Jackson. Abrió la puerta de su casa y entró en el salón. Allí tuvo una visión tenebrosa. Su padre tenía los pantalones bajados y expulsaba un líquido contra el televisor.
¡Papá!, gritó Jenna tapándose los ojos. Su padre se giró, se subió los pantalones y le dijo que así eran las cosas en el mundo de la poesía. Porque su padre era poeta, se llamaba Dylan Thomas.
En el televisor había una señora desnuda. Papá apagó la tele y se abrochó el cinturón. ¿Qué estabas haciendo?, le preguntó Jenna con un calcetín de cada color.
Pues miraba la tele, dijo papá.
Y qué era ese líquido que salía de tu pito, dijo Jenna.
Oh, eso, dijo padre alegremente, eso era un orgasmo. Danzan que danzan sin fin los esqueletos de Saladín.
Jenna se sentó en la mesa del salón y se puso a escribir frases copulativas. Papá se sentó junto a ella.
Jenna, le dijo.
Qué.
¿Sabes cuál es la cosa más bonita que puede ocurrir?
No, papá, tengo que hacer deberes. Jenna, escúchame, esto que te diré marcará tu vida.
Jenna dejó el lápiz y se giró. Entonces ya era rubia y tenía los labios operados. Nada más nacer su madre consideró que era muy fea y la envió al departamento de cirugía estética para que le hicieran una cara nueva.
Su padre, como era poeta, se puso la mano en la barbilla.
¿Cuál es la cosa más bonita que puede ocurrir?, preguntó Jenna. Papá se hacía el interesante y no decía nada. Venga papá, ¡dímelo!
Oh, dijo papá, como despertando de una ensoñación. Había una vez un escritor, Jenna, que se llamaba Henry Miller. ¿Sabes cómo murió?
No.
Pues murió mientras tenía un orgasmo, dijo papá.
¿Y qué es un orgasmo?, dijo Jenna (apareció en su cabeza la imagen del flujo saltando contra el televisor).
Papá sonrió bonachonamente. Pues es como si te comieras diez chupa chups a la vez. Es como si lloviera dentro de tu cuerpo o como si sonara una canción en tu pecho.
Claro que Jenna no entendía esas metáforas. Aún.
¿Y qué es lo más bonito que puede ocurrir? Venga, ¡dímelo!
Papá encendió una pipa y se rascó los ojos. Lo más bonito que puede ocurrir es morir en medio de un orgasmo, le dijo, y se fue a escribir poemas y a ganar premios literarios por Estados Unidos. Pero Estados Unidos no era un país libre. Los pozos petrolíferos se agotaban por las tardes y las hamburguesas empezaban a no saber a nada.
Jenna empezó a investigar por las noches. Se tocaba y buscaba el grial del orgasmo. Pero no sentía nada. Lo intentaba en las cenas familiares bajo la mesa (y se ponía toda roja) y en los autobuses públicos. Pero no sentía nada.
Se entregó a chicos y chicas de su edad. Luego lo probó con ejecutivos y porteros de discoteca. Pero la búsqueda era en vano. Se quedaba desnuda después del sexo en la cama o entre los arbustos y se preguntaba por qué Dios la castigaba así. Las nubes en primavera tienen forma de falos y por las noches en el desierto de Nevada los lobos aullaban de felicidad. Jenna no sentía nada y en la habitación de al lado su padre tenía orgasmos todas las noches junto a las cenizas de su madre. Oh, Jenna, pequeña afrodita, eras tan bella. Pero de nada sirve ser tan bello si eres calvo. No sentía placer. Si la acariciaban se rascaba las manos y si la besaban abría los ojos y miraba a lo lejos.
Papá, le dijo un día entrando en su habitación. Su padre se subió los pantalones y le dijo: qué.
No siento nada, dijo Jenna. No puede ser eso, dijo papá. Es así, dijo Jenna. Entonces papá se acercó y le dijo, si no sientes nada es porque no te hacen sentir lo suficiente. Se lo dijo al oído, como un secreto, y entonces Jenna ya era adolescente y fermosa, firme estatura de músculos y pieles lisas. No me hacen sentir lo suficiente, pensó. Papá siempre tiene razón, pensó, es un poeta, los poetas siempre tienen razón. (ja ja)
Así que salió de casa y caminó por calles sin acera y entró en el único lugar donde podían hacerla sentir de verdad. Se sentó en una silla y un ejecutivo la miró.
Quiero ser Pornstar*, le dijo al ejecutivo y el señor sacó un contrato del cajón y le dijo que pasara al set. Allí le esperaba un hombre con un pito de veinte centímetros de largo, desnudo. El director de la película le dijo: arrójate sobre él. Y Jenna se arrojó sobre el actor poderoso. Hicieron el amor salvajemente. Pero no fue suficiente.
Pero papá dijo una vez: ¡SI NO SIENTES NADA ES PORQUE NO ES SUFICIENTE!
Así que e hizo fotos en playboy, se dejó encular, se dejó follar por cinco tipos a la vez, fue a las fiestas en bikini, se arrojaba Champán sobre el cuerpo, lloraba por las noches, comía esperma, incendiaba los pelos de su coño. Pero ni siquiera entonces sentía nada.
Su padre mientras tanto había muerto en un prostíbulo en medio de un orgasmo. El funeral fue pagano.
Y un día, después de quince mil películas baratas de sexo volvió a recordar las palabras de su padre: La cosa más bonita que puede ocurrir es que te mueras en medio de un orgasmo, dijo su padre.
Entonces dejó de buscar los orgasmos y fue a por la muerte. La última posibilidad de sentir por fin el placer.
Entraba en los estudios de cine y saltaba sobre la cama y gritaba y gemía como una loca, se estremecía violentamente, arañaba, destruía pitos y flautas, agujereaba las sábanas. Y te daban premios por tus ansias de muerte.
Y en los televisores del mundo los niños eyaculaban mirándola, y los padres y los abuelos y las chicas lesbianas. Se llenaban las pantallas de plasma de borrosas manchas.
Hasta YO, en mi casa, me quedaba por las noches en el sofá viéndote. Rebobinaba tus cintas y no respondía a las llamadas. Dejé de ir a las discotecas. Visualizaba tus películas una por una, enculada, chupando, sobre o debajo de alguien y me parecías hermosa y estábamos todos locos por ti Jenna. Y me fijaba en tu cara en medio de la penetración. Tus labios hinchados, hechos para besar. Esa cara que sólo buscaba la muerte, desgarrada, atronadora, bestial. Que fingía para dejar de fingir. Oh, mi pequeña Ofelia suicida. El mundo es más mundo cuando tus pechos botan.
Y Henry Miller buscaba el orgasmo cuando un día lo encontró la muerte. Y esa es la diferencia. Porque tú, Jenna, sólo estarás buscando la muerte cuando por fin te encuentre el orgasmo. Eres la mártir de la humanidad. Adorar a Henry Miller o adorarte a ti es la misma cosa.
Pero sólo uno de los dos será recordado. Porque, sabes, Jenna, lo que se recuerda siempre es lo que está hecho de silicona.
Víctor Balcells Matas
autopsias y cianuro
letras con sangre,
Víctor Balcells Matas
jueves, 8 de octubre de 2009
uno de Louise Glück
El jardín.
No puedo hacerlo nuevamente,
difícilmente soportaría verlo;
bajo la tenue lluvia del jardín
la joven pareja siembra
un surco de guisantes, como si
nadie lo hubiese hecho nunca:
los grandes problemas todavía
no han sido enfrentados ni resueltos.
Ellos no pueden verse
en el polvo fresco aún, empezar
sin ninguna perspectiva,
con las colinas al fondo, verdes y pálidas, nubladas de flores.
Ella desea detenerse;
él desea llegar hasta el fin,
permanecer en las cosas.
Mírala a ella tocar su mejilla,
pedirle una tregua, los dedos
ateridos por la lluvia primaveral;
en el pasto tierno estrellan rojos azafranes.
Aun aquí, aun en los comienzos del amor,
su mano al abandonar la cara
da una impresión de despedida,
y ellos se creen
capaces de ignorar
esta tristeza.
No puedo hacerlo nuevamente,
difícilmente soportaría verlo;
bajo la tenue lluvia del jardín
la joven pareja siembra
un surco de guisantes, como si
nadie lo hubiese hecho nunca:
los grandes problemas todavía
no han sido enfrentados ni resueltos.
Ellos no pueden verse
en el polvo fresco aún, empezar
sin ninguna perspectiva,
con las colinas al fondo, verdes y pálidas, nubladas de flores.
Ella desea detenerse;
él desea llegar hasta el fin,
permanecer en las cosas.
Mírala a ella tocar su mejilla,
pedirle una tregua, los dedos
ateridos por la lluvia primaveral;
en el pasto tierno estrellan rojos azafranes.
Aun aquí, aun en los comienzos del amor,
su mano al abandonar la cara
da una impresión de despedida,
y ellos se creen
capaces de ignorar
esta tristeza.
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